miércoles, 28 de enero de 2015

Lo que Jaspers le recomendó a Arendt

Me lo has oído mil veces, aborrezco los hombres que hablan
como libros, y amo los libros que hablan como hombres.
Miguel de Unamuno

Me gusta la gente que habla claro y no me refiero a una claridad conceptual, a esas personas contundentes que saben lo que quieren y pueden decirlo adecuadamente que, por cierto, también me gustan esas personas categóricas y firmes. Cuando escribo “claro” me refiero a los que son capaces de hablar para que todos los entiendan, que no van disponer de artimañas elitistas para que puedan comprenderlos solo unos cuantos eruditos, esos que están dispuestos a llegar, a tener alcance, a tocar algo de los otros. No se trata de ser masivos, se trata de hablar con simplicidad y sencillez, de ser tan precisos como ilustrativos.


También me gusta el lenguaje bello y un sonido agradable y un punto bien ubicado y una coma que marque un buen suspenso y unos dos puntos que den palpitaciones y abran un mundo de esperanzas.
Tengo cierta pasión por los diccionarios, puedo leer muchas hojas como si fueran novelas, sin esperar un hilo conductor, pero a sabiendas que uno puede encontrar vínculos entre las palabras, familiaridades, asociaciones; pero al igual que la canción de Serrat, prefiero las voces de la calle que las del diccionario. Esas voces tienen algo de particular, tienen la pura intención de expresarse, no de lucirse, es un hablar sin máscaras, un hablar para que un interlocutor comprenda y no para suscitar admiración. Y ningún hablar está desprovisto de seducción: el decir puede enamorar, conmover, sensibilizar por lo que dice y por cómo se lo dice.
Hablar “claro” refleja una profunda comprensión, como si aquello de lo que fuera a hablarse se hubiera asentado adentro de uno, se hubiera macerado, porque quienes hablan con sencillez no quieren llegar solo al intelecto, sino a los corazones.
Einstein decía que no se entiende realmente algo a menos que se tenga la capacidad de explicárselo a la abuela de uno. Sin dudas, hay abuelas y abuelas. Del mismo modo que hay explicaciones y explicaciones. Las inolvidables son las que quienes las dan solo tratan de hacerse entender porque ellos mismos comprendieron lo que quieren contar.
En una carta, el gran maestro Karl Jaspers, le recomienda a Hannah Arendt, que escriba con claridad, que todos debían comprenderla, que la filosofía debe ser para todos. Le estaba diciendo algo muy importante y algo más: que no tomara de Heidegger ese lenguaje complejo.
Las palabras no pueden ser rebuscadas, perturbadoras, no pueden distraer. Deben poder conducirnos lo más cerca posible al concepto que se quiere expresar.
Y las mismas ideas de un hablar simple se aplican a la escritura. Hemingway tenía como método usar frases cortas y evitar las palabras difíciles y para eso decía que había que conocer sobre lo que se hablaba. Chejov, otro maestro de la literatura, recomendaba que cada palabra estuviera justificada y que no tuviera adornos innecesarios.
Quedará a la psicología desentrañar las razones por las cuales algunos despliegan discursos incomprensibles, nos quedará a todos el dejarnos conmover por las transparencias que no llevan velos.  

miércoles, 15 de enero de 2014

De vuelta con el 2014



500 PALABRAS SOBRE LAS PALABRAS

Las palabras preparan el camino, son precursoras de los tiempos venideros, las chispas de incendios futuros. Ricardo Piglia
Un ajuste de términos lo enojó sobremanera. Le dije que no eran correcciones, que me gusta buscar las palabras exactas, en rigor sé que las palabras exactas no existen, pero me es imposible no buscarlas. No puedo dejar de desarmar las frases hechas para explicarle a él o a cualquiera que encarnan algún prejuicio, algún presupuesto que hay que cuestionar o, para ir bien lejos -como me gusta- que hay que desestimarlas porque aunque pueden lograr una buena síntesis, hay frases hechas que solo son descuidos.
Supe que le molestó lo que dije porque conocía tanto como yo el poder de las palabras.
Corregir una palabra es un acto de amor. Es decirle, entre otras cosas, no hay indiferencia en esta escucha.
Después que todo pase, quedarán, en el mejor de los casos, unas palabras sobre una tumba, el dolor de una palabra no dicha en el momento oportuno, la tristeza de lo que estuvo demás, la alegría de lo que se dijo. La palabra que se da, pero también la palabra que se quita, el dolor del silencio cuando es siniestro, la obligación de reponer lo que el otro no dice, las suposiciones, el silencio como un inmenso miedo al vacío, la desesperación de no saber con exactitud lo que quiso decir, pero también la terrible idea de que hay cosas que no admiten palabras, que se resisten, que son incontables, aunque una cosa es que no se puedan contar por inasibles y otro problema es que no se puedan contar porque contarlas las vuelve algo y un algo que, en verdad, nunca sabemos del todo qué es, porque la lengua nos excede y para imprimirle el dramatismo que tiene, asumir que el lenguaje es fascista -tal como lo propuso Barthes- porque obliga a decir. Siempre dice más de lo que queremos o dice otras cosas, incluso aquello que definitiva o conscientemente no deseábamos decir.
Quizá lo que a él le molestó es el dramatismo y no pude explicarle que cuando hago distinciones lo único que quiero decir es “no todo da lo mismo”, la diferencia siempre es conceptual, no estoy hablando de gramática ni de sintaxis ni de cuestiones técnicas.
Quizá solo peleo contra la fatalidad de la palabra dicha que no admite reformulación: se dijo. Se puede acolchonar; si se la adorna demasiado, se la debilita. Es más que evidente, como lo planteó Austin, que se hacen cosas con palabras y los hechos siempre son contundentes: se prometió, se juró, ya se dio la palabra de honor, y a diferencia de las cosas, las palabras no se devuelven. Así como no hay segunda oportunidad para la primera impresión, para la palabra dicha, no hay segundas chances.
No hay contradicción entre palabras y hechos, son caras de lo mismo, se implican, la palabra es siempre acto por presencia o ausencia.
Las palabras pueden perdonarse -eso le dije también-, pero con dificultad se olvidan aquellas que cambian los destinos. Esas suenan y resuenan, alteran las costumbres, desempañan los vidrios. 

Las libretas

A Christian Ferrer, por todas las palabras.

Leer unas 500 palabras puede llevar tres minutos, es una página: un viento en el medio del día, un huracán para quien lo escribe, oxígeno para quien lo lee.
Desde que era muy chica escribo unas libretas: algunas con frases que saco de los libros que leo, otras tienen lo que a mí me quedó de algunas conversaciones telefónicas,  ideas, comienzos de cuentos que no fueron, otras solo tienen palabras que me gustan o que me inquietan o que están a disposición o que me despiertan otras palabras profundamente dormidas.
Esas libretas contienen las letras de todos mis años, y mi infancia, mi adolescencia, mi adultez. Van de la pésima ortografía a la obsesión por lo correcto.
Todos los que saben de esas libretas caen en la pregunta utilitaria: ¿para qué las escribís? Y el super yo burgués, culposo, responde: me gusta, las guardo para no olvidarlas, las uso, me sirven para dar clases. Como si tuvieran que servir para algo, como si no fuera legítimo que solo tuviera por esas frases y palabras el placer absurdo del coleccionista, un placer también burgués despojado de lo reproductivo: poseer por poseer.
Seguramente hay más, pero conozco tres antecedentes: Walter Benjamin, un libro que se llama Las libretas de José y hace poco vi en la casa de mi amiga C.S. las libretas de su mamá que eran igual a las mías, con frases de diarios pegadas en medio de transcripciones con distintos trazos y colores.
Guardo esas libretas como bienes preciados, son de las pocas cosas que no presto ni comparto, las muestro como objetos que de ser muy manoseados deberían restaurarse y aunque ahora compiten con un archivo que tengo en el celular, sigo comprando libretas para escribir con una pluma y todos los que saben se esmeran en traerme cuadernos de todos los lugares del mundo y yo me empeño en llenarlas con letra desprolija pero emocionada y las numero y las ordeno en una caja resguardada del sol y de la lluvia y del alcance de todos. Casi no las saco a la calle por temor a extraviarlas, pero fundamentalmente porque si las tengo en la cartera no puedo hacer otra cosa que pensar en ellas. El temor de perderlas es obturante, como si fueran la vida misma, como si ellas me dieran la dimensión de lo finito.
Un cuaderno nuevo me proporciona una felicidad incomensurable, un abanico de posibilidades, la promesa de que allí surgirá algo extraordinario, como un año que empieza, como esas rayas que trazamos para creer que el 1 de enero es muy distinto al 31 de diciembre, por las dudas que lo sea.
Siempre necesitamos pactos. O la ficción de los pactos.
Puedo tardar años en encontrar las palabras exactas para comenzar una libreta. Algunas veces he vivido la desesperación de no tener un cuaderno nuevo a la espera; otras, he tenido tantos esperando y ejerciendo presión que podía distribuir libretas por todas lados para que nunca me faltara una en el momento en que una idea tiene que ser escrita.
Todavía no sé qué significa el número 500, le voy a preguntar a D.K. que me va a ayudar a encontrar una respuesta. Yo también necesito sentir que las cosas significan algo, porque si algo significan, por ahí sirven y que las cosas sirvan para algo parece ser, al menos transitoriamente, tranquilizador. Mientras tanto diré con toda honestidad que cuando se me ocurrió escribir esta columna, pensé que se iban a nutrir de todas esas libretas, que estos textos me obligan a imponerles un orden al tan caótico registro, que quizá las construí solo para escribir estas 500 palabras sobre temas diversos. Que todas esas minúsculas escrituras vivieron para este momento. O quizá no, quizás serán tan inútiles las libretas como estas palabras y solo las escribo sin causa y sin norte para que vos las leas sin norte y sin causa.