Me lo has oído mil veces, aborrezco los hombres que hablan
como libros, y amo los libros que
hablan como hombres.
Miguel de Unamuno
Me
gusta la gente que habla claro y no me refiero a una claridad conceptual, a
esas personas contundentes que saben lo que quieren y pueden decirlo adecuadamente
que, por cierto, también
me gustan esas personas categóricas y firmes. Cuando escribo “claro” me refiero a los
que son capaces de hablar para que todos los entiendan, que no van disponer de
artimañas
elitistas para que puedan comprenderlos solo unos cuantos eruditos, esos que están dispuestos a llegar, a tener
alcance, a tocar algo de los otros. No se trata de ser masivos, se trata de hablar
con simplicidad y sencillez, de ser tan precisos como ilustrativos.
También me gusta el lenguaje bello y un sonido
agradable y un punto bien ubicado y una coma que marque un buen suspenso y unos
dos puntos que den palpitaciones y abran un mundo de esperanzas.
Tengo
cierta pasión por
los diccionarios, puedo leer muchas hojas como si fueran novelas, sin esperar
un hilo conductor, pero a sabiendas que uno puede encontrar vínculos entre las palabras,
familiaridades, asociaciones; pero al igual que la canción de Serrat, prefiero las voces de la calle que las del diccionario. Esas voces
tienen algo de particular, tienen la pura intención de expresarse, no de lucirse, es un
hablar sin máscaras,
un hablar para que un interlocutor comprenda y no para suscitar admiración. Y ningún hablar está desprovisto de seducción: el decir puede enamorar, conmover,
sensibilizar por lo que dice y por cómo se lo dice.
Hablar
“claro” refleja una profunda comprensión, como si aquello de lo que fuera a hablarse se hubiera
asentado adentro de uno, se hubiera macerado, porque quienes hablan con sencillez
no quieren llegar solo al intelecto, sino a los corazones.
Einstein
decía que no se entiende realmente algo a menos que se
tenga la capacidad de explicárselo a la abuela de uno. Sin dudas, hay
abuelas y abuelas. Del mismo modo que hay explicaciones y explicaciones. Las
inolvidables son las que quienes las dan solo tratan de hacerse entender porque
ellos mismos comprendieron lo que quieren contar.
En
una carta, el gran maestro Karl Jaspers, le recomienda a Hannah Arendt, que
escriba con claridad, que todos debían comprenderla, que la filosofía debe ser para todos. Le estaba
diciendo algo muy importante y algo más: que no tomara de Heidegger ese lenguaje complejo.
Las
palabras no pueden ser rebuscadas, perturbadoras, no pueden distraer. Deben
poder conducirnos lo más
cerca posible al concepto que se quiere expresar.
Y
las mismas ideas de un hablar simple se aplican a la escritura. Hemingway tenía como método usar frases cortas y evitar las
palabras difíciles y
para eso decía que
había que
conocer sobre lo que se hablaba. Chejov, otro maestro de la literatura,
recomendaba que cada palabra estuviera justificada y que no tuviera adornos
innecesarios.
Quedará a la psicología desentrañar las razones por las cuales algunos
despliegan discursos incomprensibles, nos quedará a todos el dejarnos conmover por las
transparencias que no llevan velos.
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