domingo, 1 de julio de 2012

Próximo seminario: octubre 2012

Hannah Arendt, vivir y pensar


VIVIR Y PENSAR
Delia Sisro
La vida, muchas veces, es el relato que estamos dispuestos a construir. Se puede contar una vida entera con palabras, incluso con unas pocas palabras: Nació. Perdió. Se mudó. Leyó. Se fascinó. Se enamoró. Se mintió. Se marchó. Se colmó de miedo. De coraje. De amor. De amistad. Partió. Escribió. Reconstruyó. Editó. Publicó. Viajó. Registró. Enseñó. Recordó. Ganó. Agradeció. Se accidentó. Sufrió. Pensó. Murió.
Así se podría sintetizar la vida de Hannah Arendt pero también la de cualquiera, y por eso habrá que dar detalles: en 1906 nació en Linden, lo que hoy es parte de Hanóver; creció en Königsberg; emigró a Nueva York, como muchos judíos alemanes, para anticipar y criticar lo que otros no eran capaces siquiera de ver. Heidegger le fue inevitable y supo comprenderlo. Jaspers fue su maestro, su amigo y su preocupación.
Aunque tuvo varios trabajos, se ganó la vida con palabras. Calibrarlas no fue para ella una inquietud. Eran ácidas, impredecibles, implacables. “Pensar es peligroso”, decía. Y pensaba. Conquistaba el pensamiento en la medida en que tipiaba. Y escribía en una Remington entre cigarrillos, frutos secos y café.
Estudió filosofía, pero se dedicó a la teoría política,  o le gustaba creer que sólo a eso se dedicaba. Abordó con originalidad y gran coraje intelectual temas sobre los que había escasa bibliografía: Los orígenes del totalitarismo fue su primer libro y llegó con su ciudadanía norteamericana en 1951. Este, como todos los libros que siguieron, atrajo halagos, críticas y desprecios. Nada la hacía desistir: las palabras fueron su estilete, su bandera, su campo de acción, su vita activa.
Controvertida y valiente, no dudó en denunciar a las Judenräte  (Consejos judíos de los guetos) cuando el mundo aún no estaba preparado para escuchar semejante acusación; tampoco la acobardó explicar que no sentía ninguna clase de amor por el pueblo judío ni por ningún colectivo en particular, como tampoco temió al escribir sobre la violencia en Estados Unidos. Entendía muy bien lo que Elias Canetti había expresado con sabiduría: “todo lo que ha ocurrido teme a su palabra”.

Quizá su vida pueda explicar algo de su obra: nunca tuvo miedo de decir que era judía. En una época de simbiosis judeo-alemana, muy tempranamente se ubicó del lado de los que no estaban dispuestos a negociar.

Vida y obra de Hannah Arendt se funden del mismo modo en que sus palabras se transforman en acciones. Son acciones: golpean, sacuden, despiertan, enfurecen, emocionan. Con ellas denunció lo tiránico, estudió lo inexplicable, manifestó sus reveses, fue serena en sus réplicas y leyó con agudeza los acontecimientos de su época.
Muchas de sus palabras se cristalizaron en su vocación pedagógica; otras se solidificaron en libros, algunas en columnas de opinión y muchas en largas conversaciones con amigos. 
En cada palabra late su vida entera: los exilios, los dolores, los embates, los amores, sus necesarias distancias y su reconciliación con la vida contemplativa.
No domesticó lo que otros consideraban “arrebatos”, no se ubicó dentro de los márgenes del espacio discursivo legitimado, pero fue inclaudicable al sostener una altiva idea de justicia.
Fue una intelectual de referencia en su tiempo y sin  embargo cualquier escenario resulta incómodo a la hora de situarla, requiere de gran estudio y de elaboradas conexiones interpretar a qué criterios obedece su trabajo.
Toda definición la reduce. Una pensadora independiente que no se contiene, que no se inscribe en los ismos, que no posee el fervor del militante sino la vibra de su enunciación. Su obra no tiene, por así decirlo, un hilo conductor, no es sistemática ni rigurosamente científica, es del orden de lo errático así como lo es el pensamiento y la vida misma.