miércoles, 15 de enero de 2014

Las libretas

A Christian Ferrer, por todas las palabras.

Leer unas 500 palabras puede llevar tres minutos, es una página: un viento en el medio del día, un huracán para quien lo escribe, oxígeno para quien lo lee.
Desde que era muy chica escribo unas libretas: algunas con frases que saco de los libros que leo, otras tienen lo que a mí me quedó de algunas conversaciones telefónicas,  ideas, comienzos de cuentos que no fueron, otras solo tienen palabras que me gustan o que me inquietan o que están a disposición o que me despiertan otras palabras profundamente dormidas.
Esas libretas contienen las letras de todos mis años, y mi infancia, mi adolescencia, mi adultez. Van de la pésima ortografía a la obsesión por lo correcto.
Todos los que saben de esas libretas caen en la pregunta utilitaria: ¿para qué las escribís? Y el super yo burgués, culposo, responde: me gusta, las guardo para no olvidarlas, las uso, me sirven para dar clases. Como si tuvieran que servir para algo, como si no fuera legítimo que solo tuviera por esas frases y palabras el placer absurdo del coleccionista, un placer también burgués despojado de lo reproductivo: poseer por poseer.
Seguramente hay más, pero conozco tres antecedentes: Walter Benjamin, un libro que se llama Las libretas de José y hace poco vi en la casa de mi amiga C.S. las libretas de su mamá que eran igual a las mías, con frases de diarios pegadas en medio de transcripciones con distintos trazos y colores.
Guardo esas libretas como bienes preciados, son de las pocas cosas que no presto ni comparto, las muestro como objetos que de ser muy manoseados deberían restaurarse y aunque ahora compiten con un archivo que tengo en el celular, sigo comprando libretas para escribir con una pluma y todos los que saben se esmeran en traerme cuadernos de todos los lugares del mundo y yo me empeño en llenarlas con letra desprolija pero emocionada y las numero y las ordeno en una caja resguardada del sol y de la lluvia y del alcance de todos. Casi no las saco a la calle por temor a extraviarlas, pero fundamentalmente porque si las tengo en la cartera no puedo hacer otra cosa que pensar en ellas. El temor de perderlas es obturante, como si fueran la vida misma, como si ellas me dieran la dimensión de lo finito.
Un cuaderno nuevo me proporciona una felicidad incomensurable, un abanico de posibilidades, la promesa de que allí surgirá algo extraordinario, como un año que empieza, como esas rayas que trazamos para creer que el 1 de enero es muy distinto al 31 de diciembre, por las dudas que lo sea.
Siempre necesitamos pactos. O la ficción de los pactos.
Puedo tardar años en encontrar las palabras exactas para comenzar una libreta. Algunas veces he vivido la desesperación de no tener un cuaderno nuevo a la espera; otras, he tenido tantos esperando y ejerciendo presión que podía distribuir libretas por todas lados para que nunca me faltara una en el momento en que una idea tiene que ser escrita.
Todavía no sé qué significa el número 500, le voy a preguntar a D.K. que me va a ayudar a encontrar una respuesta. Yo también necesito sentir que las cosas significan algo, porque si algo significan, por ahí sirven y que las cosas sirvan para algo parece ser, al menos transitoriamente, tranquilizador. Mientras tanto diré con toda honestidad que cuando se me ocurrió escribir esta columna, pensé que se iban a nutrir de todas esas libretas, que estos textos me obligan a imponerles un orden al tan caótico registro, que quizá las construí solo para escribir estas 500 palabras sobre temas diversos. Que todas esas minúsculas escrituras vivieron para este momento. O quizá no, quizás serán tan inútiles las libretas como estas palabras y solo las escribo sin causa y sin norte para que vos las leas sin norte y sin causa.

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